A cielo abierto y con la tenue lucecita roja como única referencia de tiempo, comienza la magia. No es magia en su sentido literal, pero sí lo es en su sentido artístico. Aprovechando la pasividad obligada que genera el semáforo, malabaristas, y payasos resolvieron desplegar su arte frente a los autos, a cambio de alguna moneda. O algún vidrio levantado, tal vez. La mayoría, sin embargo, festeja el recurso que nació hace mas un año y que la crisis convirtió en tendencia: alrededor de 180 jovenes hacen de la senda peatonal su mejor escenario.Y en tiempo récord. Ni siquiera dura lo que dura la luz roja, porque tiene que quedar margen para pasar la gorra, que no siempre vuelve a la vereda con algo adentro. Así y todo, a lo largo del día —de 6 a 8 horas de trabajo— cada uno suele recaudar entre 25 y 30 mil pesos. Las reglas caprichosas del mercado callejero les permiten redondear un promedio de 450 mil pesos mensuales, con días jugosos y otros en los que el recuento final no alcanza siquiera para pegar la vuelta en bus. Claro que el oficio, bien empleado, tiene sus secretos urbanos, que muchos de estos artistas manejan a la perfección, con la bendita "facultad de la calle" , la frase que me mejor le calza, como manual de estudio. Las esquinas más cotizadas son "las que convocan mayor caudal de autos, las de barrios de clase media, las que tienen los semáforos más largos (entre 45 y 60 segundos)", explica, un simpatiquísimo malabarista de 24 años, con sueños de bailarín clásico. Su rutina, que combina el ir y venir de tres clavas blancas, dura 38 segundos. De los 45 segundos de luz roja, los dos primeros los invierte en saludar al público —muchos con la ñata contra el parabrisas, y los últimos cinco en pasar su gorra de lana violeta cerca de la ventanilla."Vivo en una utopía. Los que nos levantan el vidrio por miedo, o sólo por su propio malhumor, creen que esto es cualquier cosa. Y lo cierto es que es un trabajo muy digno. Hay horas de ensayo, hay seriedad, hay riesgo. Por suerte, yo puedo vivir de esto: me pago la vivienda y los estudios de circo". Conviven bien. No hay reglas de mercado ni ordernanzas que regulen su labor (a veces, sobre la 9 de Julio, la Policía les pide que vayan a barrios más tranquilos). Pero ellos se las ingenian para aplicar sus propios códigos: no más de tres artistas por semáforo (si coinciden, actúan rotativamente), no ensayar en la vereda mientras un compañero trabaja porque distrae la atención, no se suspende si llueve (poco, claro), no pasar la gorra si se cometen tres errores seguidos.Amén de algún celo profesional, la mayoría sostiene que el crecimiento —en un año el mercado aumentó un 70 por ciento— ayuda a fomentar el oficio, pero también entiende que la cantidad atenta contra la calidad: algunos de los malabaristas callejeros aprendió sobre prueba y error, con la necesidad como único estímulo. Y en varios casos la improvisación salta a la vista. Y saltan las clavas también, claro.Los más, sin embargo, son estudiantes de escuelas de circo. Y con esa herramienta se marca la diferencia a la hora de hacer la caja. "El conductor es un público exquisito: para atraer su atención tenés que sorprenderlo. Tenés que transportarlo a un circo", recomienda Raúl Gómez, un rosarino que anda en monociclo por Belgrano."Te lo ganaste, pibe. Me sacaste la bronca que tenía".Hay tragasables, payasos, malabaristas, equilibristas. Hay un recurso devenido en tendencia. Hay una crisis que aprieta. Autos sobran. Sonrisas escasean. Con una función imprevista, se ve, ganan todos.
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